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julio 14, 2014

Energía y déficit democrático

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El rechazo de Hidroaysén por el Comité de Ministros es el triunfo de la ciudadanía organizada que, teniendo mínimos cauces institucionales para expresarse, logró determinar una decisión de gobierno a través de la movilización masiva.

Esto no sólo revela una preocupación de fondo por la afectación del medioambiente sino una irritación por el déficit democrático que se aprecia en la forma cómo se ha configurado la matriz energética chilena.

Esta matriz es en buena parte el resultado de distintas presiones, tráfico de influencias, y actos de lobby en las sombras destinados a revestir de legalidad la aprobación de proyectos de generación ya visados por altas esferas del poder político y económico.  Quien se interese en historias escandalosas puede investigar cómo se aprobó la Central Ralco o la termoeléctrica Campiche, sólo para citar unos pocos ejemplos ocurridos durante los últimos gobiernos.

Si tomamos el caso de las termoeléctricas a carbón, ¿por qué se concentran en los lugares con poblaciones en situación de pobreza como Ventanas, Huasco, Coronel, Mejillones y Tocopilla? ¿Por qué las energías renovables no convencionales sólo representan el 4% de nuestra matriz cuando son lejos las que dan mayores ventajas comparativas a Chile? ¿Por qué pagamos uno de los precios de electricidad más caros del mundo teniendo una de las matrices más sucias? 

Estas interrogantes no tienen respuestas razonables, lo que da cuenta de la arbitrariedad y los intereses corporativos que encuentran amparo en la legislación e institucionalidad energética y ambiental chilena. Los principales afectados – las comunidades aledañas a las plantas de generación y los consumidores – poco o nada han sido considerados en las decisiones adoptadas.

Algo está fallando, entonces, en el proceso a través del cual se define la matriz energética. El problema de fondo radica en la exclusión política y el profundo elitismo con que se toman las decisiones sobre los proyectos de generación. 

El mayor desafío que tenemos por delante es definir de manera colectiva cómo nos dotamos de un suministro eléctrico seguro, limpio, al menor precio posible y con costos y beneficios distribuidos equitativamente. No es aceptable esta ausencia de política energética, mirando cada proyecto de manera individual e incurriendo en las mismas prácticas de los telefonazos de las empresas al gobierno y los sobornos a las comunidades.

Se requiere un verdadero proceso refundacional de la política energética (al menos eléctrica), que la envista de legitimidad democrática, garantizando espacios de participación, deliberación y decisión a los distintos grupos de la sociedad, particularmente los que se verán afectados negativamente por la generación eléctrica.

¿Qué fuentes de energía vamos a usar en las próximas décadas? ¿Cuáles no estamos dispuestos a usar? ¿Dónde deberían estar emplazadas las centrales y dónde no es aceptable? ¿Qué costos ambientales o de otro orden estamos dispuestos a aceptar? ¿Qué precio podemos pagar?

Estamos como país en condiciones de contestar estas preguntas a través de un proceso colectivo, amplio e inclusivo. Pero para eso se requiere un verdadero liderazgo del gobierno que apunte a dos objetivos: primero, conducir al país por el más largo pero único camino viable – el del debate democrático – y, segundo, cerrar el debate a tiempo, logrando los acuerdos necesarios y suficientes para que las soluciones efectivas lleguen antes que sea demasiado tarde.